Colección9

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Esta nueva colección está armada por relatos “site specific” donde lxs autores son convocadxs a escribir con ciertas consignas, idénticas para todos.

Cada libro es una producción original que da cuenta de la apuesta /juego planteada por los editores.

“Nuestra última navidad” puede leerse en las próximas fiestas pero su potencia arrasa el feriado que marca el calendario y se expande, en cada uno de sus relatos, hacia el resto de los días, de cualquier día, nichos de veinticuatro horas donde se vive una suerte de intimación que podría sintetizarse en la necesidad de tomar una decisión: ¿motín o fuga? Las palabras que urden cada uno de lxs autores hilvanan la urgencia de este ultimátum.

Escriben Lorena Arabia, Claudio Molinari Dassatti, Flor Monfort, Gilda Manso, Fabían Soberón, Walter Lezcano, Marcial Gala y Cristina Civale, también compiladora. Edita Milena Caserola.

Adelanto 1: Dragonas de Flor Monfort

Puedo narrar la historia de mi vida junto a mi padre adentro de un auto. Los tuvimos de todos los colores y con todos los presupuestos que acompañaron sus desniveles laborales: surfeamos la ciudad en autos prestados por novias amorosas, autos destartalados, atropellamos un ovejero belga en un Falcon gris que me daba vergüenza y nos reímos cuando al Citroen se le voló el techo de lona en Libertador y Tagle, otro papelón automovilístico de nuestra cosecha.

Mis padres se separaron en 1982, el año de la guerra, pero la guerra venía de antes, del exilio y los platos que vuelan a deshora porque no hay cuerpo que aguante la angustia del destierro. Yo de eso no me acuerdo pero me lo contaron y entonces la escena viene a mi mente y se instala con la fuerza de lo vivido, como aquel cuento que escuché hasta el cansancio del día en que me quedé encerrada en nuestro departamento de Barcelona y el portero puso una puerta entre dos balcones de un quinto piso para rescatarme. No me acuerdo pero me acuerdo.

Las explicaciones de la separación fueron vagas: papá se fue. Lo único que guardo en mi memoria, además de esas palabras, es el velador negro del cuarto de mi mamá que yo miraba de reojo mientras ella me abrazaba; ese objeto atravesó las décadas, los cambios de mucamas, los dispositivos para prenderlo y sé que va a velar los sueños de mis hijos cuando ella ya no esté, porque los veladores son los tesoros de los cuartos, los cofres de luz que ensombrecen y pintan el escenario de la vida. de atravesar el mundo se trató el relato que mi papá y yo tejimos desde entonces, cuando apareció a los seis meses de irse con una rutina nueva y un stock de ropa que yo no le conocía hasta ese momento. “Un hombre nuevo” pensaba en mi cerebro de niña vieja de seis años.

Adelanto 2: Concierto, de Fabián Soberón

Juan Rodríguez no era médico pero actuaba como si lo fuera. Tenía una disposición natural para convencer de que se podrían curar los que se cruzaban en los pasillos del sanatorio y en las veredas de su barrio.

Desde que entró a trabajar en el sanatorio recibió indicaciones diversas: escuchó versiones insólitas sobre pacientes que habían muerto y copió historias clínicas consignadas por las psicólogas. Al principio, uno de los médicos, le explicó la taxonomía elemental de las enfermedades. Luego le dio un par de libros para que se instruyera. nadie pensaba que juan fuese a convertirse en experto pero sí esperaban que tuviera mayor efectividad con los pacientes. eso formaba parte de su trabajo.

Solía hacer las rondas por los pasillos provisto de una pandereta de plástico y de un grabador metálico chico, un equipo que después le robaron en un asalto cuando vivía en una casita de madera.

Tenía muchos pacientes a cargo. Su tarea consistía en entretenerlos. Era una especie de payaso intelectual: procuraba que el tiempo, tirano, se les pasara como si la enfermedad no existiera. Algunos apenas movían sus cuerpos, como si bailaran lentos, otros cantaban y un tercer grupo (residente en un pabellón separado del resto) escuchaba música clásica en un pequeño aparato. Este grupo estaba formado solo por dos hombres y una mujer. Alejandra, delgada, era tan rubia que su pelo dorado, largo y sedoso brillaba en las noches del sanatorio como una bandera incandescente. Juan sospechaba, con razón, que en su juventud había sido una mujer hermosa.

Los dos hombres, Carlos y Félix, eran distintos en cuanto a lo físico. En sus padecimientos se parecían. Félix, flaco, usaba anteojos negros y estaba internado junto con su esposa. Él y la mujer tenían un trastorno prácticamente imperceptible.

Carlos, bajo, barbudo y muy blanco, tenía una panza pequeña que sobresalía de su cuerpo. Su piel oscilaba entre el blanco brillante y el rosado.

Alejandra fumaba, incansable. Pensaba que el cigarrillo la ayudaba con la ansiedad que corría por sus venas, imparable. ¿Qué secretos esconderían las pitadas?

Ni Félix ni Carlos tenían vicio alguno. Solían conversar por horas, como si el día no les alcanzara. A veces, Juan los veía desde el jardín, trabados en una charla sobre el partido del domingo o el programa de las mañanas en la radio. A Juan le llegaba solo un murmullo. Dominado por la curiosidad, se acercaba a escondidas para enterarse de las conversaciones.

Cada vez que pasaba por ese pabellón, los tres lo esperaban como al mesías. Juan colocaba el disco en la parte de arriba del equipo y subía el volumen lentamente. Los otros pacientes –los que casi eran vegetales– se arremolinaban como moscas en un pastel y luego, al escuchar una melodía de Mozart o de Mendelssohn, se alejaban con idéntica presteza.

Adelanto 3: La noche que paralizaron la Tierra. Claudio Molinari Dassatti

Ni siquiera los bares están abiertos. No sé si es la navidad o un umbral a un espacio- tiempo diferente: las luces navideñas titilan para nadie y los semáforos cambian para nada. tampoco hay autobuses ni taxis. Las líneas blancas y amarillas del asfalto se pierden en el horizonte. Tengo la extraña impresión de estar en aquella película de los años cincuenta en la que un extraterrestre paraliza al mundo entero.

Adelanto 4: Auto fucsia-Auto amarillo. Gilda Manso

Amaba esa época. amaba cortar jazmines del jardín de la casa de mi abuela y ponerlos en un florerito sobre la mesa de la cocina, para sentir el olor a navidad a todas horas. Amaba el armado del arbolito; le poníamos nieve artificial para fingir el invierno de otro continente en medio de una buenos aires que se derretía. Amaba ese calor, la siesta que nunca dormía, la puntualidad de las cigarras –de dos a cinco de la tarde-, sentarme en la vereda con mi hermano a chupar Naranjú y a jugar a adivinar de qué color sería el próximo auto que pasase (perdía siempre: era muy creyente de cosas que no podía ver, y siguiendo ese espíritu tan mío decía –en un barrio del conurbano bonaerense a mediados de los 80- auto fucsia, auto amarillo, y eso nunca ocurría.

Adelanto 5: Los diez sacrilegios. Cristina Civale

María no se perturba ni le pide perdón. Siempre deseó los hombres ajenos. Se viste y se acerca a besar a marcela en la mejilla, pero ésta le quita la cara —en su mirada hay puro resentimiento— y María, tenaz, le jura que volverá. Sale a la calle, ya son más de las siete de la tarde y la plaza san martín tiene una luz cautivante, sin embargo, como cerrando un circulo íntimamente trazado, escupe al cielo y se queda esperando sentada en el pasto, en la bajada que da a libertador, frente al Sheraton. extiende sus manos, entregada, y con furia busca con la mirada a los policías que por fin llegan desde atrás de los autos y de los árboles, como apariciones azules, a esposarla.

Adelanto 6: O vida o veda. Ana Ojeda

Va a salticar por el comedor, la mochila de campamentos ya al hombro en un apuro por salir, ser fuera de esa luminiscencia tranquila de comedor, día que bosteza, se prepara para arrancar, entre esas gentes siempre las mismas, cotidiana rutina ordinaria. le va a dar un beso riendo, sonrisa eléctrica en la boca, en un desmayo de estentórea felicidad por lo que las perspectivas prometen. ¡Excepción! ¡Variación! ¡Motivación! Se lee la alegría en sus ojos grandes, tan acostumbrados a habitarse de fastidio. Semana de reuniones laborales en el exterior lo reclama, extraordinario discurrir propicio para deslices variopintos y estrafalarios –la piel urge, ordena ser tocada por otras manos, partes, nuevas desconocidas– en una pirueta de ojos que no ven, corazón que no siente.

Adelanto 7: Las edades. Walter Lezcano

Hay tipos a los que no les entra en la cabeza que una solo se los quiere coger y nada más. Y que ese encuentro es pura gimnasia para una y casi que no tiene nada que ver con ellos, no importa si te gusta o no el tipo. se trata de estar en el momento justo y que te encuentren dulce, dispuesta, picarona. Después te hablan de amor, los pelotudos, como si una hubiera nacido ayer y todavía pintara corazones con fibras de colores en los asientos del bondi. Los tipos no cazan esa onda, quieren hacerse los dueños del romance, te chamuyan sin onda y después todo se vuelve algo sin gracia, horrible. Hablan de verse, de pareja y es un espanto total. Yo no quiero saber nada. ya pasé por esa etapa y sé cómo es y me pudrí mal. Y explicarles esto es inútil porque se hacen los que no entienden. No les tengo paciencia. Los corto y ya. Y si salen lastimados, bueno, mala suerte. Allá ellos. Yo sólo soy la madre de mis hijos: dos varones y una nena. De ningún tipo. Que se busquen su propia mami. Otra mina, no yo.

Adelanto 8: Noche mala en tres movimientos. Lorena Arabia

No quiero salir de la cama porque mi cuerpo, como un reloj, sabe que es nochebuena y que todas, todas las nochesbuenas fueron siempre malas. La oportunidad que ofrece cada año de ser parte de algo y nunca lograrlo.

Por repetición, mi cuerpo recuerda.

El año pasado decidí evitarme el intento y me quedé sola en casa. Terminé tallándome con un cúter las palabras «no temas, porque yo estoy contigo» en la rodilla que abrazo cuando estoy triste. ¿Cómo podría sino abrazar a Dios? ¿Cómo si no lo hago carne de mi carne, palabra en la carne, el verbo hecho carne? Y el verbo es: «estar».

Adelanto 9: Elena y los gorriones. Marcial Gala

Navidad, hoy es Navidad, pensó Elena. Cerró la puerta. La luz se había ido, eran casi las dos de la tarde y el silencio parecía algo sólido. Fue hasta el baño y se paró ante el espejo. Acabo de cumplir cincuenta años y estoy sola, pensó sin tristeza. Trató de organizar sus cortos cabellos utilizando ambas manos para eso. Casi nadie había asistido al entierro, salvo Silvia, Roberto y una viejita que Elena no conocía y que se sonaba la nariz con un pañuelo amarillo. Cuando los empleados bajaron el ataúd apurados por el calor reinante, Elena lanzó a la fosa las flores compradas por Roberto, Silvia la imitó y la anciana estuvo a punto de tirar su pañuelo.

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