Territorio Civale

escritora, periodista, nómade

Como una virgen

El y Ella, los personajes de estos relatos, sienten atracción por el cuerpo del desconocido, y entran en conflicto consigo mismos y con el entorno. Volver a sentir por Pedro Mairal y Como una virgen por Cristina Civale.

Bienvenidos a Carlos Paz, de Marcos López

Como una virgen

Me gusta manejar rápido. Tuve que hacer una maniobra violenta pero no perdí mi rumbo. Tanto él como yo teníamos puestos nuestros cinturones de seguridad por lo que apenas nos zarandeamos. Salimos de la ciudad y enseguida supe a dónde quería dirigirme. El se había quedado dormido y no le consulté. Era la una de la mañana y si mantenía un buen ritmo íbamos a poder desayunar en el pueblo donde había pasado las vacaciones durante gran parte de mi infancia. Con lo de la maniobra violenta, a cinco horas y media de la partida de Buenos Aires, él no sólo se zarandeó sino que también se despertó y, medio malhumorado y ostentando una voz resacosa, quiso saber dónde estábamos.
Le di todos los detalles. Lo de la infancia, las tardes en que me paraba con mis abuelos bajo el reloj cucú a las cinco en punto para ver cómo salía el pájaro de madera a canturrear las horas, las otras tardes lánguidas donde con mi primo jugábamos a pescar en un muelle del lago San Roque, los chapuzones cerca del dique al atardecer, los primeras incursiones sexuales con amigos ocasionales. Esto último, manoseos inocentes, pura curiosidad arrebatada. ͉l se molestó mucho por todo, le pareció un plan mortalmente aburrido.
“La idea no era venir a este pueblo de mierda“ me soltó.
“Vos no tenías ninguna idea. Yo tuve una y acá estamos.
Esperé una respuesta pero sólo siguió un silencio incómodo que yo rompí.
“Si querés paro y te bajás“ le dije frenando de golpe casi en el ingreso de la ciudad y esta vez su cabeza rozó contra el parabrisas. No le pregunté si se había lastimado.
“No me bajo nada“dijo, en cambio, con firmeza“. El coche es mío, no te olvides.
“Se me fueron las ganas. ¿Viste cómo es? “traté de parecer conciliatoria pero sólo pensaba en cómo deshacerme de él. Había sido una mala idea la huida con el desconocido.
“Vamos a ir a General Belgrano. Quiero hacer la peregrinación al Cerro de la Virgen. Ya nos aproximábamos al centro del pueblo de mi infancia, ahora una ciudad turística y familiar, cuando me lo propuso.
“¿Virgen, querés ir a ver a la virgen?
“Quiero rezar ahí.
“No se me habría ocurrido que fueses creyente.
“Lo soy. ¿Y qué? “me prepoteó. A los diecisiete quise ser seminarista pero no me aceptaron.
No estaba muy segura sobre si creerle.
“Peregrinar me deshidrata “le dije“; además tengo estos tacones. Ni loca.
Mientras discutíamos yo ya había llegado al lago San Roque y había detenido el auto en el exacto lugar donde pescábamos con mi primo. El lago estaba seco. No sé cómo alguna vez me pudo haber gustado ese lugar. El aprovechó que yo me había detenido y se bajó del auto. Yo saqué las llaves, la enganché en el corpiño y me bajé.
“Me voy a dar una vuelta sola. Cuando vuelva, vamos a donde quieras.
Empecé a caminar y él vino atrás mío. Durante la hora de caminata, mientras trataba de buscar algún espacio que me devolviese la belleza de mi recuerdo fallado, se mantuvo a unos pasos de distancia, siguiéndome como un perro. Aunque no estaba cerca, me parecía que me llegaba su respiración tibia y se me pegoteaba en la nuca.
Se acercó aún más tratando de lamer mi cuello, un beso tan demorado como destemplado que me dio risa y también asco. No se detuvo en su intento, en el medio de mi paseo, me tomó con sus dos brazos por detrás e intentó frenarme, apoyando su miembro en mi entrepierna. Era una pirueta ridícula. Más que excitarme, me causó gracia y no pude evitar la caridad, ese concepto que pensé que ya había desterrado de mi vida. Me empujó hacia la rivera del lago y con la bragueta entreabierta, con la misma tibieza de su aliento, trató de restregarla por mi cuerpo. Lo dejé hacer mientras miraba mi reloj pulsera y a los lejos escuchaba los chirridos del cucú. Me levanté.
“Basta“ le dije y le di un largo beso en la boca, un beso compasivo para que me dejase en paz y no se sintiese menos hombre de lo que era.
Cuando llegamos al auto, me senté en el asiento del acompañante sin decir nada. El se puso al volante y arrancó.
“¿Para dónde agarro?
“No sé, preguntá.
A pocas cuadras, encontramos una estación de servicio donde logró que un lugareño le indicase el camino con esmerada precisión. No lo vio venir.
El jeep se incrustó de frente en la parte izquierda, dejando milagrosamente intacta la zona donde yo me encontraba sentada. De todos modos me di un golpe fuerte en el hombro que se chocó contra la ventana. No me dolía nada. Antes de bajarme del auto, comprobé si él respiraba y para asegurarme le clavé el dedo índice de mi mano izquierda en el cuello que no latía. Ya no iba a tener oportunidad de sentir su pegajosa tibieza en mi cuello. El del jeep quedó atravesado en la ruta. No me acerqué. Su respiración no era mi problema.
Caminé hasta la zona del cerro de la Virgen donde llegué sedienta. Compré agua bendita en un negocio de souvenirs y me la bebí como si fuese una gaseosa. Ahí mismo pedí prestado un teléfono y reporté el accidente a la policía.Todavía sostenía su rosario negro en la mano con la que no bebía. Me saqué las sandalias de tacón y peregriné descalza. Las plantas de los pies se resecaron y, en algunas partes, sangraban.
Llego al pie del cerro, rasgo la tierra con mis manos, entierro el rosario. El destino me ofrece posibilidad de huida. En el preciso instante en que lo pienso, se me aparece la virgen. Así arrodillada, susurro: «Ave maría purísima». Mi cuerpo se enciende con más fuerza de la que habría logrado cualquier orgasmo. Rezo oraciones inventadas, aguardo que regrese su imagen para incrustarme la cruz como los clavos de Jesús crucificado. Amén.

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