Podría decirse que el primer personaje creado por Washington Cucurto es él mismo. Porque el escritor se llama Santiago Vega, nombre del que nunca renegó, pero la realidad le impuso este otro que lo hizo famoso y casi lo está convirtiendo en marca: autor, editor y ahora también artista visual. Uno que elige la pintura como otro modo de expresión del mismo imaginario que habita sus textos.
Es conocida la historia de que trabajaba como repositor en un supermercado del sur del Conurbano. «A finales del 89 empecé a conocer a escritores jóvenes y un día, conversando, tartamudeé cuando quise decir algo así como “yo no curto ese bar” y dije “cu-curto ese bar”. Me trabé y todos empezaron a llamarme Cucurto. Washington me lo puso Fabián Casas porque era el más morocho de un grupo de blancos. Fue como un chiste y quedó», cuenta.
«No vengo de una familia letrada pero la literatura siempre estuvo en mi vida», afirma. «Mi viejo era vendedor ambulante y en la calle se codeaba con bolivianos y paraguayos. Yo lo acompañaba cuando tenía 5 años y veía todo eso como si fuese un cuento o una novela. También iba con él a partidas clandestinas de póquer. Lo vi pelear a los puños por cualquier cosa. Todo ese mundo para mí fue la literatura, hasta que llegaron los libros de verdad y empecé a leer con voracidad. El primero que me impactó fue Juan Gelman».
Salvaje y voraz
En tanto continuaba con su trabajo, Cucurto empezó a escribir con una birome azul sobre papeles que conseguía en el súper. «El verdadero cambio en mi vida fue poder terminar un poema, un cuento o una novela, para mí era inimaginable pero lo logré. Ni pensaba en publicar. Disfrutaba y me emocionaba con solo escribir lo que había conocido con mi viejo y lo que veía en la calle desde el bondi o el tren», recuerda. Finalmente publicó a borbotones, con el mismo atolondramiento con el que escribía, creando una lengua propia que proviene justamente de ese roce con inmigrantes, marginados, pobres: un mundo invisible que él plasmó en su literatura con una gramática notable, alabada tanto por Beatriz Sarlo como por Jorge Rial. Algunos de sus títulos son Zelarayán (1998), La máquina de hacer paraguayitos (1999), Cosa de negros (2003), Las aventuras del Sr. Maíz (2005), El curandero del amor (2006) y Sexybondi (2012).
Hace dos años empezó a trasladar ese mismo mundo a la pintura. Y ahora exhibe parte de esa obra en el Museo de Arte Moderno, en una muestra llamada Todo es ficción. «El germen de mis cuadros es simultáneo al de mis libros porque cuando escribía, al lado hacía unos dibujos que con el tiempo fui elaborando más. Y después sumé acuarelas, me obsesioné y empecé a pintar sobre diarios», explica. La producción paralela fue descubierta por el prestigioso galerista Alberto Sendrós, que encontró en Cucurto una gema y le sugirió pasar del papel como soporte a la tela. A finales de 2019 le ofreció su nueva galería para exhibir este inesperado aspecto de su carrera creativa, a la vez que él mismo se relanzaba como galerista en La Boca. Así abrió paso al fenómeno Cucurto pintor. Y el mercado tomó nota. «Un cuadro de Cucurto se vende entre 4.000 y 7.000 dólares», asegura Sendrós.
El escritor/pintor se instaló hace poco en un taller en el barrio de Once, donde le da vida a sus pinturas atropelladas con una paleta que recuerda al primer Basquiat, el descubierto por Warhol. «Una tarde, cuatro horas ponele, me toma hacer un cuadro», sintetiza. Esa obra con la que ahora expresa su imaginario visual puede apreciarse hasta enero de 2022 en El Moderno, en paredes pintadas de rojo en la planta baja y el segundo piso. El poder de choque de todas sus creaciones es innegable y no deja de tener la impronta voraz y salvaje que lo hace único.
Publicad en revista Acción