Territorio Civale

escritora, periodista, nómade

Adelanto: Crónicas desde la frontera

La periodista y escritora Cristina Civale se asoma al mundo trans a través de nueve crónicas que recorren varios aspectos del concepto »»frontera»». Las fronteras del sexo, las adicciones, la marginalidad, la religión, la locura, aparecen en movimiento en »»Crónicas desde la frontera. Viajes al mundo trans»»(Editorial Marea). Ofrecemos un adelanto.

Esther*

Esther se encuentra sentada frente a su escritorio. Hace dos semanas pautamos un encuentro en las oficinas de Belgrano del doctor Cormillot, donde Esther trabaja coordinando el grupo de hiperobesos desde hace diez años.
Una vez en la recepción, me anuncio. Tres señoras ligeramente gorditas están sentadas frente a sus escritorios. Imagino que una de ellas es Esther.
Como ninguna me atiende en particular más allá de dirigirme sonrisas cordiales, me presento sola y digo al aire para qué estoy allí. Entonces Eshter salta de su silla y se presenta, estrechándome la mano.
-Sí, soy yo. Ay, me había olvidado completamente “me confiesa mientras con la mano libre se acomoda rápido el pelo corto y castaño, peinado de peluquería.
Su olvido me suena raro porque habíamos confirmado el encuentro solo un par de horas antes. Un poco más tarde me voy a dar cuenta de que esa frase no es más que otro indicio de su coquetería. Así es, Esther es extremadamente coqueta. A sus sesenta y tres años lleva puesto con elegancia un pantalón negro, una camisola hindú bordada con perlas y mostacillas tono sobre tono, está serenamente maquillada y perfumada y ostenta una anillo en cada dedo de sus manos prolijas de manicuría.
No se trata de bijouterie barata. Son joyas: algunas con piedras, otras simplemente tienen algún labrado sobre el material precioso: oro o plata. Cuando camina, le suenan los collares.
Me invita a pasar a una sala privada, una suerte de consultorio diminuto donde el único mobiliario consiste en un escritorio y un par de sillas colocadas una frente a otra. En las paredes se pueden apreciar dos afiches escuálidos de la clínica, uno de ellos despliega una tabla nutricional.
Nos sentamos como las sillas nos indican, enfrentadas, y sin que yo se lo pida ni le pregunte nada, Esther me empieza a contar su vida, con un detalle cronológico notable, como si la tuviese grabada a fuego en su memoria, aunque cada tanto me diga que es mejor olvidar el pasado, no removerlo y pensar en el día a día.

»»A los cuatro años empecé con la adicción a la comida- suelta-. Me gustaba todo, pero más que nada los dulces»».
Esther me confiesa que ya desde chiquita empezó a robar. Vivía en Villa del Parque, en un petit hotel. En el piso de arriba vivían ella, su hermana menor y sus padres. Abajo vivía su tía.
Esther bajaba y robaba todos los dulces de la casa de su tía: vaciaba la heladera y como su parienta también era una señora golosa “Esther me aclara que no era gorda-, se llevaba todos los caramelos que encontraba y escondía los envoltorios en el respaldo de la cama esterillada de sus padres. »»Entre los agujeritos»», me aclara.
Las aventuras de estos pequeños robos no podían pasar desapercibidos por sus padres. Sobre todo por las esterillas llenas de papelitos de caramelos. Pero increíblemente nadie los mencionaba. Al día siguiente, el respaldo de la cama volvía a estar limpio para que Esther ejecutase sus travesuras.
El silencio y el ocultamiento parecían ley en su casa de la infancia.
»»Después llegué a comer catorce helados por día. Cuando tenía seis o siete años, ya le robaba plata a mi mamá para ir a comprarme. Si hubiese sido una nena hoy, tendría que haber robado una fortuna con lo que cuestan los helados»».
Y, por supuesto, los comía a escondidas. Como nada le quitaba el hambre, a la hora de comer en familia se comportaba como una niña buena. Se comía todo lo que le ponían en el plato. Ese no era su problema.
Esther no habla de gustos preferidos, »»me gustaba todo»», me explica, pero sí me habla de su cuerpo que iba aumentando más y más.
»»En esa época no se usaba estar pendiente de la balanza. Imaginate, te estoy hablando de hace más de cincuenta años, cuando el tema de la obesidad no estaba instalado como enfermedad como lo está hoy. Así que me daba cuenta de que estaba gordita porque me miraba la panza y los brazos. El espejo, no. Nunca me miraba al espejo»».
Sin embargo, todavía no me dice que era una nena obesa, elige el eufemismo de »»gordita»», y seguramente será porque así, de chiquita, tuvo que jugar a las escondidas con su propia vida y seguramente también con las palabras. Lo que sí me cuenta es que tenía “o mejor su madre le decía que tenía- problemas neurológicos.
»»Me desmayaba en la escuela. A mis padres, me contó después mi mamá, les habían dicho que yo iba a tener problemas por el resto de mi vida»».
No está claro si lo de los desmayos y el diagnóstico y los supuestos problemas neurológicos constituyen una verdad irrefutable o el relato de una madre que negaba los problemas de alimentación que evidenciaba su hija.
»»Y sí, ya a los doce era una nena gorda, pero no te puedo decir que me sentía discriminada. Ya tomaba pastillas que le robaba a mi mamá de la mesa de luz “ahora sé que eran ansiolíticos- y estaba todo el tiempo como medio boba. Además era naturalmente solitaria. No tenía amigas, no me importaba. No jugaba, para mí lo único divertido era comer»».
Entre los desmayos y los atracones, Esther se sintió una nena totalmente protegida. »»Mis padres me cuidaban mucho, estaban siempre pendientes de mí, yo no sé si habrá sido un modo de taparme o de esconderme del resto de la gente. A mí no me alcanzaba nada, a pesar de esa protección, no me sentía una nena querida. Me daba cuenta de que mis padres preferían a mi hermana. Ella no era gorda. Nunca lo fue»».
Más allá de las comidas familiares, su familia no le compraba golosinas ni nada extra. »»Por eso robaba, a los doce o trece años, ya no me importaba a quién. Le sacaba plata de la billetera a cualquiera que viniera a mi casa: un vecino, una visita, el plomero. Estaba siempre pendiente de poder encontrar un poco de plata para comprarme dulces. Por lo único que hoy te puedo decir que mi mamá se daba cuenta de que algo pasaba o de que le importaba, es porque me privaba de cosas. No me daba plata jamás y nunca me compraba nada extra. Me la pasaba castigada. Pero imaginate lo que a mí me podía importar. Ya era un experta en deslizarme en las billeteras de los otros»».
No lo cuenta como si se tratase de una gracia. Se siente avergonzada. Le parece absolutamente inmoral su comportamiento y todavía, a pesar de que ese fue el inicio de una larga carrera de adicciones de las que hoy se encuentra recuperada, se sigue castigando. Porque la adicción a la comida fue la primera de una lista más extensa. »»A los quince años, más o menos, empecé a tomar botellas y botellas de licor de huevo, diez o doce por día. Después ya tomaba lo que encontraba: vino, whisky, cerveza. Mi familia estaba en una buena posición y siempre había de todo y de buena calidad. Nada de tetrabrick o cosas por el estilo»».
-Pero ¿cómo no se daba cuenta nadie de las botellas de licor de huevo? ¿De dónde las sacabas? “pregunto.
-Seguía robando y también había una gran negación por parte de mi mamá. Por ejemplo, íbamos a la quinta y yo me la pasaba encerrada en mi cuarto chupando y tomando pastillas y ella se hacía la distraída. Y era peor. Visto desde hoy, creo que todo eso yo lo hacía para llamar la atención de mi familia. Como no podía hacerlo a través de mis habilidades personales, lo intentaba de ese modo.
Y no consiguió que le prestaran más atención, a los dieciocho, su familia decidió internarla en una clínica psiquiátrica privada. Ya estaba pesando cien kilos y había tenido dos intentos de suicido. En el primero probó cortarse la venas de las muñecas; en el segundo lo intentó con formol. »»Que robé, por supuesto»», me explica.
En la clínica primero la desintoxicaron y luego, sin más, la única terapia que le aplicaron fue la del electroshock.
»»El electroshock es fuertísimo “me cuenta-. De cada sesión salís con sueño, boleada. No tengo muchos recuerdos de esa internación. Habré estado dos meses. Salí más flaca, también porque empecé a tomar anfetaminas, y por un tiempo no probé el alcohol»».
Así se mantuvo aproximadamente un año, el año más importante de su vida, el año en el que conocerá al hombre con el que se casará, el hombre de su vida, su único hombre, el que la acompañó en todo hasta pocos meses antes de que yo conociera a Esther. Su compañero murió de cáncer de páncreas a finales de 2006.

De la casa protegida y silenciosa de sus padres pasó a su casa de jugar a las casitas, a su hogar de señora casada.
»»A él lo conocí en Mar del Plata, en la playa. Yo estaba flaca porque tomaba anfetas y no comía como antes. ͉l era bañero y me tenía vista. Le pidió a una prima que nos presentara. Era muy buen mozo y yo, flaca, estaba bastante bien; pero la delgadez me duró poco. Me casé y quedé embarazada al poco tiempo y ahí me desbarranqué, llegué a pesar ciento treinta kilos y mido uno sesenta, así que imaginate lo que era»».

Esther cuenta con dolor que no estaba preparada para ser madre, que su bebé le daba impresión y que no lo crió ella ni lo mimó ni lo cuidó como se espera que hagan las madres. »»Mi hijo ahora está por cumplir cuarenta años, es un lindo hombre, está casado. Tengo un nietito, pero entre él y yo hay muchas cosas que quedaron en el tintero. Yo no le hice ningún bien. Le hice cosas tremendas. A veces, cuando era chiquito, por ejemplo, lo mandaba a comprarme un helado y él, pobrecito, le daba una chupadita antes de traérmelo y yo me daba cuenta y le pegaba un sopapo. ¿Cómo se iba a comer mi helado?»». Me lo cuenta mientras niega con la cabeza, como si tratase de borrar esas imágenes que le duelen tanto como la avergͼenzan.
Y el cuerpo de su hijo fue generando un rechazo inevitable hacia esa madre medio gorda, medio bruja. Se negaba a que lo buscase en la escuela porque lo avergonzaba su figura, pero sobre todo porque no podía perdonarle que no se ocupara de él. »»Al final lo crió mi mamá, yo no hacía nada. La verdad, no lo soportaba. No es que no lo quisiera, pero no me interesaba. A mí lo único que me interesaba primero era comer y después emborracharme. Es el día de hoy que con mi hijo no nos damos un beso y mucho menos un abrazo. Nos saludamos como dos desconocidos, con un gesto de la cabeza, con una sonrisa forzada. Nos vemos poco. Y qué querés que te diga. Me alegro por él. Yo soy perfectamente consciente de que no fui una buena madre. Siempre pensando en mis cosas, en la comida, en los médicos; me la pasaba con las persianas bajas y tirada en la cama. Toda la vida, prácticamente, así. Y los médicos, siempre un psiquiatra o un psicólogo, no podía vivir si no iba»».
Y me resulta imposible no preguntarle dónde estaba en todo ese tiempo su marido, cómo fue que la acompañó con sus casi 130 kilos, si nunca dejó de quererla, desearla, aguantarla.
Esther me cuenta que él la adoraba hasta el infinito, que le daba todos los gustos, que era capaz de hacer kilómetros y viajar hasta la sucursal de Luján de la heladería Massera para comprarle un gusto que no se encontraba en Belgrano, el barrio donde vivieron toda la vida.
Cuando me dijo »»hasta Luján»» pensé que era una suerte de metáfora, de hipérbole, para demostrarme hasta dónde llegaba ese amor. Pero no. La expresión es literal. Su marido viajaba hasta Luján para comprarle a ella su helado favorito.
La vida sexual estaba en un segundo plano o muchos planos más atrás. »»Qué ingenua yo “me dice ahora medio riéndose-. Yo pensaba que él la tenía chiquita y que por eso no me podía penetrar bien. Pero con la barriga que tenía, lo que pasaba es que tenía totalmente tapada la entrepierna, estaba cubierta de carne. Me costaba moverme. Qué vida sexual podía tener. Cuando por fin lograba penetrarme, yo no sentía nada. Para poder hacerlo, me ponía almohadas para tener un ángulo mejor»».
Y el espejo vuelve a nuestra conversación: »»Jamás me miraba “me repite Esther-, si me hubiese mirado, no hubiese llegado al estado calamitoso al que llegué. Lo que pasa es que siempre quise tapar todo: esa insatisfacción constante que sentía, la falta de amor hacia mi hijo, yo misma avergonzada de sentirme poca cosa. Me fui tapando de grasa, me fui haciendo invisible a pesar de que era una obesa pero siempre estaba vestida con lo mejor: que carteras Gucci, que vestidos de marca, que zapatos, joyas¦ De alguna manera cuando compraba esas cosas, por un segundo me sentía linda, plena, deseada; pero era un monstruo»».

Su llegada a ALCO (Anónimos Luchando Contra la Obesidad), los grupos de autoayuda creados por el doctor Cormillot, se dio de una forma casual. Su marido regenteaba una zapatería y ella por las tardes iba a ayudar o simplemente a estar ahí. Fue en la zapatería donde una vieja clienta, de su edad y bastante gorda, hace su aparición un día con una silueta envidiable. Es así como Esther se entera de la existencia de ALCO y comienza a concurrir. Mientras sigue con su terapia habitual, se pasa cinco años asistiendo a los grupos y sin poder hablar. En tanto, ya en un camino donde definitivamente quiere sanarse, también comienza a concurrir a los grupos de Alcohólicos Anónimos (AA). Allí “con el apoyo de su terapeuta- consigue dejar de tomar alcohol. Pero la comida todavía es una batalla por librar hasta que un día, sin demasiados prólogos, decide hacer caso, hacer todo lo que en los grupos de ALCO le indicaban hacer.
»»Fue así como hace ya veinte años, adelgacé sesenta y cuatro kilos en catorce meses. Sólo porque hice caso. Pero a mí esto de ALCO me funcionó porque tuve mucho apoyo: el de mi psicólogo y el de los grupos de AA. En los grupos de gordos, todo se concentra en la comida, en las calorías, las raciones, se deja de lado todo lo emocional. Casi te diría que está prohibido hablar de las emociones. Lo único importante es bajar de peso y yo, que de adicciones sé un poco, te digo que esto así no a todos les puede funcionar. Porque un obeso no es sólo una persona que come de modo desaforado. Comer es siempre la consecuencia de otra cosa, de algún problema emocional y si no se ve eso, el gordo va a volver a comer. No me parece bueno un programa que es solo un bajadero de peso. Yo lo veo todos los días, acá hay mucha gente que se va frustrada porque los verdaderos problemas no se enfrentan. La comida es una consecuencia. Poderosa claro, pero a un obeso no lo curás con una dieta nada más»».
Ya hace veinte años que Esther mantiene su peso. »»Ahora estoy en 70 kilos, un poquito más de mi peso ideal, pero por problemas de salud me tuve que dar rayos y eso influyó en mi peso, pero estoy muy bien. Ya no le tengo miedo a los atracones. Como sano. Tengo una dieta equilibrada y me gusta verme bien. ¿No ves cómo me arreglo? Antes me la pasaba en batas que parecían carpas. Ahora me compro ropa, me encanta»».
El alcohol también es una adicción que dejó hace más de veinte años y es a la única que trata con respeto. El respeto del miedo. »»Voy todos los días a mis reuniones de AA. Para mí son un soporte fundamental. Mi marido también iba a las reuniones de los familiares de alcohólicos. ͉l también tenía problemas, por eso se quedaba conmigo. Era un coadicto. No me imagino un día sin ir. Desde hace más de veinte años que lo hago y allí si aprendí muchas cosas de mí misma, más que acá en ALCO, y casi te diría casi mucho más que en cualquier terapia. Aunque todavía sigo con mi psicóloga de toda la vida. Hace treinta y nueve años que me atiende. Después de mi marido es la relación más larga que he tenido»».
En AA Esther aprendió que para poder recuperarse y tener una vida madura es necesario cultivar la fe, el amor, la sinceridad y la humildad. En esos pilares está basada desde hace años su vida.

Me cuenta que no tiene vida social, que nunca la tuvo realmente. »»Cuando era gorda y borracha, solo me encontraba con gente de mi condición. Nos emborrachábamos y después nos íbamos y caíamos desplomados en la cama. Muchos de esos amigos de antes murieron de enfermedades severas como diabetes o del corazón. Yo, que los sobreviví, no puedo salir con nadie. No sé cómo reaccionaría si fuese a comer con alguien o si me sentase a tomar un café con alguien que se pide una cerveza. Tengo miedo de tentarme. Por eso mi vida es del trabajo a mi casa y al revés con una parada en AA. Con la gente de los grupos, a veces salgo, pero nada más y muy poquitas veces»».
Esther ya está resignada a lo que ella llama »»una vida de mierda»». Sabe que es una vida que de alguna manera eligió, no elige el camino fácil de echarles la culpa a los otros: padres, maestros, marido, hijos, entorno.
Sobre el final de nuestra charla me confiesa que hasta hace muy poco se daba la cabeza contra la pared, así porque sí, porque necesitaba sentir dolor, castigarse por lo que había hecho con ella y por el daño que le había causado a todos lo que la quieren y quisieron.
»»Nadie en este mundo me hizo más daño que yo misma. Ahora mi psicóloga me aconsejó, y le hago caso, que cada vez que quiera golpearme la cabeza contra la pared, agarre un almohadón y le de un montón de piñas. Y lo más gracioso es que funciona. Por suerte desde hace poco paré con esto de darme cabezazos contra la pared. Me he cortado de todo: la venas, el pelo, las uñas. Por eso te digo, yo fui y puedo ser mi principal agresora»».
Terminamos la conversación, nos ponemos de pie e inesperadamente Esther se me acerca y me abraza. Sé lo que significa para una mujer como ella un gesto semejante. Le devuelvo el abrazo y le agradezco.
»»Es que me diste confianza “me dice a modo de explicación-. Y sabés una cosa: yo sé cómo voy a terminar mis días. Ya no le tengo miedo a la comida, pero estoy segura de que apenas se me vayan algunos miedos me voy a convertir en una viejita borracha. Y sabés otra cosa: ahí sí que no voy a hacer nada para evitarlo»».

*Su identidad ha sido protegida a su pedido. Esther no es el nombre verdadero de quien protagoniza esta historia.

Publicado en Artemisa Noticias

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