La mirada puesta en la una ciudad que despide al verano.
Si algo podía, al menos mínimaÂmente, compensar las altísimas temperaturas que debimos soÂportar los porteños durante eneÂro y febrero, ese algo era la sensación de que podíamos apropiarnos de la ciudad, abandonada provisoriamenÂte por quienes cruzaron sus fronteras para irse de vacaÂciones.
No hay nada como la beÂlleza de una Buenos Aires fanÂtasmal y semivacía a pesar de la humedad insoportable y la sensación térmica de ahogo.
No más el taxi o al auto voÂlando en horas pico por la AveÂnida del Libertador, no más acÂcesos cómodos a las autopistas ni tiempos récord para moverÂnos de un lado a otro, de punta a punta, de norte a sur. Ya queÂdó en el olvido el viaje en subte sin apretujones y hasta con asientos vaÂcíos en las estaciones que no son cabeÂcera de recorrido. Ninguna posibilidad de caminar por el microcentro como si fuese un museo olvidado. Transitar las callecitas prohibidas ahora a los autos sin apurar el paso y mirando, como turistas y aun con ellos, la elegancia de muchos edificios que en otros momentos del año nuestros ojos desechan. ¿Quién tienen tiempo de alzar la mirada? ¿Quién se anima a detenerse y mirar sin que lo lleven por delante en el apuro del malón cotidiano con el riesgo de terminar en un hospital, también abaÂrrotado, con contusiones múltiples?
Para quienes corremos o caminamos en los parques al atardecer, esa hora en que cualquier espacio verde se convierte en un gimnasio al aire libre, quedó atrás, muy atrás, la sensación de que el camiÂno era sólo nuestro o apenas compartido con unos pocos vecinos. La multitud que patina, camina, corre o entrena de cienÂtos de maneras diferentes nos hace acorÂdar al subte a cualquier hora del día. Cuerpos que sudan y se endureÂcen unos junto a otros. Adiós a la feliciÂdad de los parques.
Ni qué hablar del supermercado. La liviandad de encarar una compra el sáÂbado sin hacer una cola interminable tras carritos abarrotados de provisiones para toda la semana o para todo el mes es hoy una quimera. Para evitar la colas, hay que volver a pensar en estrategias -todas faÂlibles- para evitar la multitud y la espeÂra y hasta las góndolas con escasez de productos. Hay que estar atentos y saber exactamente las horas de las reposiciones para comprar las marcas que queremos y los sabores que preferimos o descartar definitivamente el sábado o el viernes a última hora para llenar la alacena y la heÂladera. O al menos ponerles algo.
Era una alegría escuchar menos toÂses en las funciones de cine y acurrucarÂse para ver una película casi en silencio con el bienestar del aire acondicionado. Ya llegaron los que susurran, despejan su garganta y mastican sonoramenÂte pochoclo apenas se apaga la luz. Qué tristeza que vuelva la foÂbia al rito social de ver una peli en una sala oscura otra vez, ese lugar donde es imposible no esÂcuchar sonidos ajenos a la pelíÂcula. Un fastidio ya arraigado.
Más que nada se extraña la libertad de moverse por la calle, aun con el calor y el cuerpo húÂmedo, y encontrarla semideÂsierta, casi con la rutina de un pueblo. No sólo más vacía sino también más lenta.
Pero la verdad sea dicha, ¿acaso alguien se mudaría a ese pueblo con menos gente y otro ritÂmo para abandonar la ciudad amada? Algunos contestarán que sí, sin dudarÂlo. Me atrevo a apostar que la mayoÂría, aun en el medio de esta decepción por el regreso de todos los demás, ama la ciudad de cualquier manera. Fue maÂravillosa la pausa, ahora bienvenido el otoño multitudinario, veloz, tumultuoÂso e intrépido. Seguimos en la hermoÂsa Buenos Aires, en cualquier estación del año.